sábado, 13 de enero de 2018

¡Zola acusa! (13 de enero de 1898)



Émile Zola
Biografías y vidas


Hoy se cumplen 120 años de la carta abierta probablemente más famosa de la historia: J'accuse !, clamó el novelista francés Émile Zola ante la tremenda injusticia del llamado caso Dreyfus.


En el contexto de un antisemitismo efervescente en toda Europa, Francia se convulsionó ante este caso de espionaje de un militar falsamente acusado que fue elegido chivo expiatorio por ser doblemente sospechoso, por confesión y por orígenes, pues era judío y alsaciano. Alfred Dreyfus fue condenado injustamente por un crimen que no cometió, dejando al descubierto las costuras de un sistema profundamente lastrado por los prejuicios y la corrupción. El novelista Émile Zola siguió con interés todo el proceso (que se prolongó a lo largo de varios años desde la detención y posteriores condena y destierro de Dreyfus) y escribió varios artículos en diferentes medios de comunicación al respecto (aquí podéis leerlos por orden cronológico).


La culminación de su indignación llegó justo hace 120 años, con su famosísima carta abierta al presidente de la República, en la que desgranaba con precisión periodística una sucesión de hechos que dejaban el argumento de El conde de Montecristo en pañales ¡y para sí la querrían muchos guionistas de Hollywood! Aquel acto de denuncia pública le costó bien caro a Zola: fue condenado por difamación y desterrado a Inglaterra.


El texto de la carta es largo, pero merece mucho la pena. Y, como os digo, ¡es mejor que muchas películas de intriga! Villanos de nombre compuesto, un héroe falsamente acusado y condenado durante años, muertes inexplicables, el culpable absuelto con la connivencia de las altas esferas… A continuación, encontraréis un audio con el texto leído del francés y una traducción escrita del texto de la Biblioteca Virtual Universal. Aquí podéis consultar el texto en francés: 



Yo acuso

Carta a Monsieur Félix Faure,

Presidente de la República

Señor presidente:

¿Me permitirá usted, en agradecimiento por la benévola acogida que me dispensó un día, que me preocupe por su merecida gloria y que le diga que su estrella, tan afortunada hasta ahora, se ve amenazada por la más vergonzosa e imborrable de las manchas? Ha salido usted indemne de las calumnias más rastreras, ha conquistado los corazones de la gente. Aparece usted radiante en la apoteosis de esa fiesta patriótica que ha sido para Francia la alianza rusa, y se dispone a presidir el solemne triunfo de nuestra Exposición Universal, que coronará nuestro gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad. No obstante, ¡qué mancha de lodo sobre su nombre —yo diría que más bien sobre su reinado— ha arrojado el abominable caso Dreyfus! Un consejo de guerra acaba de atreverse, por decreto, a absolver a un individuo como Esterhazy, supremo insulto a toda verdad, a toda justicia. Se acabó, Francia ostenta ahora esa mancha en la mejilla y la historia escribirá que semejante crimen social fue posible bajo su presidencia. Pero si ellos se atrevieron, yo también me atreveré. Diré la verdad, porque prometí decirla si no lo hacía plenamente y por entero la justicia. Mi deber es hablar, no quiero ser cómplice. Mis noches se verían asediadas por el espectro del inocente que, padeciendo el más horrible suplicio, expira un crimen que no ha cometido. Y a usted, señor presidente, le gritaré esa verdad, con toda la fuerza que me da mi rechazo de hombre decente. En su honor, quiero suponer que usted ignora esa verdad. ¿Y a quién, pues, iba yo a denunciar esa pandilla malsana de verdaderos culpables sino a usted, el primer magistrado del país?

Ante todo, la verdad sobre el proceso y sobre la condena de Dreyfus. Todo lo ha dirigido, todo lo ha realizado un hombre nefasto, el teniente coronel Du Paty de Clam, por entonces simple comandante. Él es prácticamente el caso Dreyfus; pero eso no se sabrá hasta que una investigación leal establezca claramente sus actos y sus responsabilidades. Posee la mente más turbia, más enrevesada y obsesionada por intrigas novelescas que conozco, y se vale de recursos de folletín, de papeles robados, cartas anónimas, citas en lugares desiertos, mujeres que, de noche, entregan pruebas contundentes. Él ideó dictar el escrito a Dreyfus; él propuso examinar a Dreyfus en un cuarto enteramente revestido de espejos; a él lo describe el comandante Forzinetti penetrando, provisto de una linterna velada, en la celda donde duerme el acusado para proyectarle bruscamente sobre la cara un chorro de luz y sorprender el crimen en sus labios con la emoción del despertar. No tengo por qué contarlo todo; que busquen, ya encontrarán. Declaro sencillamente que el comandante Du Paty de Clam, encargado de instruir el sumario del caso Dreyfus en calidad de oficial judicial, es, en lo relativo a fechas y responsabilidades, el primer culpable del espantoso error judicial que se cometió. Hacía tiempo que el escrito estaba en manos del coronel Sandherr, director de la oficina de inteligencia, quien falleció tras padecer una parálisis general. Se producían «pérdidas», desaparecían papeles y aún hoy siguen desapareciendo; mientras buscaban al autor del escrito, se fue creando la idea preconcebida de que el autor sólo podía ser un oficial del Estado Mayor, y además oficial de artillería: doble y manifiesto error, que demuestra con qué superficialidad estudiaron el escrito, pues un examen sensato demuestra que no podía tratarse más que de un oficial de tropa. Así pues, empezaron a buscar en casa, a examinar tipos de letra, como si de un asunto de familia se tratara, con la intención de sorprender a un traidor en las propias oficinas para expulsarle. No pretendo reconstruir ahora una historia en parte conocida, desde que la primera sospecha recae sobre Dreyfus, el comandante Du Paty de Clam entra en escena. A partir de ese momento, él fue quien se inventó a Dreyfus, el caso se convirtió en su caso, se empeñó en confundir al traidor, en arrancarle una confesión completa. Por supuesto, están también el ministro de la Guerra, el general Mercier, cuya inteligencia parece mediocre; el jefe del Estado Mayor, el general De Boisdeffre, que da la impresión de haber sucumbido a su pasión clerical, y el subjefe de Estado Mayor, el general Gonse, cuya conciencia se acomodó a muchas cosas. Pero, en realidad, el que cuenta es el comandante Du Paty de Clam, que los maneja a todos, que los hipnotiza a todos, pues también siente afición por el espiritismo y las ciencias ocultas y conversa con los espíritus. Cuesta imaginar a qué experiencias sometió al infeliz Dreyfus, en qué trampas quiso hacerle caer, qué descabelladas investigaciones, qué monstruosas imaginaciones; en suma, lo sometió a una tortura demencial. ¡Ah, ese primer caso es como una pesadilla para quien conoce sus verdaderos detalles! El comandante Du Paty de Clam detiene a Dreyfus, lo incomunica. Corre a ver a Madame Dreyfus, la aterroriza, le dice que, si habla, su marido está perdido. Entretanto, el infeliz se mesa los cabellos, clama su inocencia. Y así se procedió al sumario, como en una crónica del siglo XV, rodeado de misterio, en medio de la confusión de informes crueles, y basándose en una única acusación infantil, ese estúpido escrito que no sólo equivalía a una traición vulgar, sino que, además, era la más impúdica de las estafas, pues casi todos los célebres secretos que en él se revelaban carecían de valor. Mi insistencia se debe a que ése es el meollo de la cuestión, de donde saldrá más tarde el verdadero crimen, la espantosa falta de justicia que aqueja a Francia. Me gustaría dejar bien sentado de qué modo se llegó al error judicial, cómo nació de las maquinaciones del comandante Du Paty de Clam, de qué manera el general Mercier y los generales De Boisdeffre y Gonse pudieron dejar que, poco a poco, los enredaran y comprometieran sus responsabilidades en ese error, error que más adelante se sintieron obligados a imponer como la sacrosanta verdad, que no admite discusión. Así pues, al principio, no hay más que incuria y falta de inteligencia por parte de esos hombres. A lo sumo, se les ve ceder a las pasiones religiosas del ambiente y a los prejuicios del corporativismo. Ellos permitieron que se cometiera el disparate. Ya tenemos a Dreyfus ante el consejo de guerra. Se exigió que fuera a puerta cerrada. No se tomarían medidas de silencio y de misterio más rigurosas para un traidor que hubiese abierto la frontera al enemigo para dejar al emperador alemán el paso libre hasta Notre Dame. La nación se halla estupefacta, la gente susurra hechos terribles, traiciones monstruosas, de esas que indignan a la Historia; y, por supuesto, la nación se inclina. Ningún castigo será lo bastante severo, la nación aplaudirá la degradación pública, exigirá que el culpable, devorado por los remordimientos, permanezca en su infamante islote. ¿Serán verdad esas cosas inconfesables y peligrosas, capaces de hacer arder a Europa, que hubo que ocultar cuidadosamente tras ese juicio a puerta cerrada? ¡No! Detrás no hubo nada salvo la imaginación novelesca y demencial del comandante Du Paty de Clam. Todo ese enredo no tuvo otro fin que el de ocultar la novela folletinesca más absurda. Para comprobarlo, basta con estudiar atentamente el acta de acusación, leída ante el consejo de guerra. En el acta de acusación no había nada. Que hayan podido condenar a un hombre basándose en esa acta es un prodigio de iniquidad. Dudo que la gente honrada pueda leerla sin que su corazón salte de indignación ni proteste a gritos al pensar en aquella desmesurada expiación, allá, en la Isla del Diablo. Dreyfus sabe varios idiomas, crimen; no encontraron en su casa ningún documento comprometedor, crimen; visita en ocasiones su país de origen, crimen; es trabajador, se preocupa por enterarse de todo, crimen; no pierde la calma, crimen; pierde la calma, crimen. ¡Y esa redacción llena de ingenuidades, esos vacuos asertos formales! Nos habían hablado de catorce cargos acusatorios: no encontramos más que uno, el del escrito; nos enteramos incluso de que los expertos no estaban de acuerdo, de que uno, Monsieur Gobert, fue amonestado de manera terminante porque no se decidía a sacar conclusiones en el sentido deseado. Se comentaba también que habían acudido veintitrés oficiales para hundir a Dreyfus con sus testimonios. Desconocemos los interrogatorios, pero parece seguro que no todos declararon en contra; conviene mencionar además que todos pertenecían al Ministerio de la Guerra. Es un proceso en familia, están como en casa. No hay que olvidarlo: el Estado Mayor quiso el juicio, juzgó a Dreyfus y acaba de juzgarlo por segunda vez. Por lo tanto, sólo quedaba el escrito, y los expertos no se pusieron de acuerdo. Cuentan que, en la sala de deliberación, los jueces, naturalmente, se disponían a absolver. ¡Qué fácil es comprender ahora la desesperada obstinación con la que hoy, para justificar la condena, se afirma la existencia de una prueba secreta, abrumadora, una prueba que no se puede enseñar, que lo legitima todo, ante la que hemos de inclinarnos, Dios invisible a incognoscible! ¡Niego esa prueba, la niego con todas mis fuerzas! Una prueba ridícula, sí, tal vez la prueba donde se habla de mujerzuelas y que alude a un tal D. que se ha vuelto demasiado exigente: sin duda algún marido que opina que no pagan lo suficiente a su mujer.

¡Pero no una prueba que afecte a la defensa nacional, que no se podría revelar sin que al día siguiente se declarara la guerra! ¡No y no! ¡Mentira! Y lo más odioso, lo más cínico, es que mienten impunemente sin que nadie pueda de-mostrárselo. Alborotan a Francia, se amparan en la legítima emoción de ésta, acallan las bocas tras turbar los corazones y pervertir las mentes. No conozco mayor delito cívico. Éstos son, señor presidente, los hechos que explican cómo pudo cometerse un error judicial; y las pruebas morales, la situación económica de Dreyfus, la ausencia de motivos, su continuo grito de inocencia, acaban por mostrárnoslo como una víctima de la extraordinaria imaginación del comandante Du Paty de Clam, del ambiente clerical que lo rodeaba, de esa caza a los «cochinos judíos» que deshonra nuestros tiempos.

Llegamos ya al caso Esterhazy. Han transcurrido tres años, muchas conciencias siguen profundamente turbadas, se inquietan, buscan y acaban por convencerse de la inocencia de Dreyfus. No voy a narrar la trayectoria de dudas y posterior convicción de Monsieur Scheurer-Kestner. Sin embargo, mientras él investigaba por su lado, graves hechos ocurrían en el propio Estado Mayor. Había muerto el coronel Sandherr, y el teniente coronel Picquart le había sucedido como jefe de la oficina de inteligencia. Un día, hallándose éste en funciones, cayó en sus manos una carta-telegrama enviada al comandante Esterhazy por un agente de una potencia extranjera. Su estricto deber era abrir una investigación. Lo cierto es que nunca obró al margen de la voluntad de sus superiores. Confió, pues, sus sospechas a éstos, al general Gonse, al general De Boisdeffre y, por fin, al general Billot, quien había sucedido al general Mercier como ministro de la Guerra. El famoso expediente Picquart, del que tanto se ha hablado, nunca ha sido más que el expediente Billot, o sea, un expediente realizado por un subordinado para su ministro, expediente que aún debe de hallarse en el Ministerio de la Guerra. Las pesquisas se prolongaron de mayo a septiembre de 1896, y lo que hay que afirmar en voz alta es que el general Gonse estaba convencido de la culpabilidad de Esterhazy y que ni el general De Boisdeffre ni el general Billot ponían en duda que el escrito fuera de puño y letra de Esterhazy. La investigación del teniente coronel Picquart había llevado a esa evidente constatación. Pero se produjo una enorme conmoción, ya que la condena de Esterhazy acarrearía inevitablemente la revisión del caso Dreyfus; y el Estado Mayor no quería eso a ningún precio. Debió de darse entonces un minuto psicológico lleno de angustia. Observe que el general Billot no estaba en absoluto comprometido, acababa de llegar, podía establecer la verdad. No se atrevió, sin duda, por miedo a la opinión pública y por temor a implicar a todo el Estado Mayor, al general De Boisdeffre, al general Gonse, sin contar a los subordinados. Después, no hubo más que un minuto de lucha entre su conciencia y lo que creyó que era el interés militar. Pasó el minuto y fue ya demasiado tarde. Se había comprometido, se había embarcado. Desde entonces su responsabilidad no ha hecho más que aumentar, carga con el delito de los demás, se ha vuelto tan culpable como los otros, más culpable aún, pues fue dueño de hacer justicia y no hizo nada. ¿No lo entiende usted? ¡Hace ya un año que el general Billot, que los generales De Boisdeffre y Gonse saben que Dreyfus es inocente y han guardado para sí esa cosa atroz! ¡Y esa gente duerme y quiere a su mujer y a sus hijos! El teniente coronel Picquart había cumplido con su deber como hombre honrado que era. Insistió ante sus superiores en nombre de la justicia. Hasta les suplicó, les dijo cuán poco políticos eran sus aplazamientos, previó la terrible tormenta que se avecinaba y que estallaría cuando se supiera la verdad. El mismo lenguaje utilizó después Monsieur Scheurer-Kestner delante del general Billot cuando le exhortó a que, por patriotismo, se encargara personalmente del caso, a que no lo dejara agravarse hasta el punto de degenerar en un desastre público. ¡No! El crimen se había cometido, el Estado Mayor no podía ya confesar su delito. Trasladaron al teniente coronel Picquart, fueron alejándolo cada vez más, hasta Túnez, donde un día incluso quisieron honrar su valentía encomendándole una misión en el lugar en que halló la muerte el marqués de Mores, misión que seguramente hubiera acabado con él. ¿Cómo creer que hubiera caído en desgracia si el general Gonse mantenía con él una correspondencia amistosa? Ciertamente, hay secretos que más vale no haber descubierto. En París, la verdad avanzaba, irresistible, y ya sabemos de qué modo estalló la esperada tormenta. Monsieur Mathieu Dreyfus denunció al comandante Esterhazy, acusándolo de ser el autor verdadero del escrito, en el momento en que Monsieur Scheurer-Kestner se disponía a entregar al ministro de justicia una petición de revisión del proceso. Entra entonces en escena el comandante Esterhazy. Algunos testigos lo presentan al principio trastornado y dispuesto a suicidarse o a huir. Después, súbitamente, se vuelve audaz y asombra a París por su violenta actitud. Era evidente que le habían llegado apoyos; había recibido una carta anónima que le advertía de las intrigas de sus enemigos e incluso una noche una misteriosa dama se molestó en devolverle una prueba, robada al Estado Mayor, que lograría salvarle. No puedo evitar ver tras todo esto al teniente coronel Du Paty de Clam, pues conozco las artimañas de su fértil imaginación. Su obra, la culpabilidad de Dreyfus, se hallaba en peligro y seguramente quiso defenderla. ¿Revisión del caso? ¡Sería el hundimiento del trágico y extravagante folletín cuyo abominable desenlace se desarrolla en la Isla del Diablo! ¡Y él no podía consentir eso! A partir de ese instante tendrá lugar un duelo entre el teniente coronel Picquart y el teniente coronel Du Paty de Clam, uno a rostro descubierto, el otro enmascarado. Volveremos a encontrárnoslos poco después ante la justicia civil. En el fondo, el Estado Mayor sigue defendiéndose, se niega a confesar su delito, cuya abominación crece por momentos. La gente se preguntaba estupefacta quiénes protegían al comandante Esterhazy. El primer protector, en la sombra, era el teniente coronel Du Paty de Clam, quien lo maquinó y lo organizó todo. Su actuación se delata por lo absurdo de sus recursos. Después está el general De Boisdeffre, el general Gonse y el mismo general Billot, que se ven obligados a absolver al comandante, ya que no pueden dejar que se reconozca la inocencia de Dreyfus sin que todo el Ministerio de la Guerra se hunda en el desprecio público. Y lo más gordo de esa prodigiosa situación es que la única persona honesta en todo eso, el teniente coronel Picquart, el único que cumplió con su deber, acabará convirtiéndose en una víctima y sobre él caerán la befa y el castigo. ¡Oh, justicia, qué horrible desaliento nos invade el alma! Se atreverán a decir que él es el falsario, el que ha creado la carta telegrama para culpar a Esterhazy. Pero ¡santo cielo! ¿Por qué? ¿Con qué objeto? Deme usted un motivo. ¿O es que el teniente coronel Picquart también está pagado por los judíos? Lo bueno del caso es que precisamente era antisemita. ¡Sí! Asistimos a un infame espectáculo, hombres cubiertos de deudas y crímenes que ven proclamada su inocencia mientras se destruye el honor mismo, se destruye a un hombre sin mácula. Cuando una sociedad llega a esos extremos, entra en descomposición. Éste es, señor presidente, el caso Esterhazy: un culpable que convenía declarar inocente. Desde hace casi dos meses, podemos seguir hora a hora esa hermosa labor. Abrevio, porque aquí sólo se trata de resumir la historia cuyas páginas, unas páginas que queman las manos, se escribirán algún día en toda su extensión. Vimos, pues, cómo el general De Pellieux, y después el comandante Ravary, dirigían una investigación perversa de la que los sinvergüenzas salían transfigurados, y los honrados, mancillados. Luego se convocó el consejo de guerra.

¿Quién podía esperar que un consejo de guerra deshiciera lo que otro consejo de guerra había hecho? Ya no me refiero siquiera a la elección de los jueces. La idea superior de disciplina que llevan en la sangre esos soldados, ¿no basta para invalidar su capacidad de equidad? Quien dice disciplina dice obediencia. Después de que el ministro de la Guerra, el gran jefe, estableciera públicamente, entre aclamaciones de los representantes de la nación, la autoridad de lo ya juzgado, ¿cómo queréis que un consejo de guerra lo desmienta rotundamente? Desde un punto de vista jerárquico, resulta imposible. El general Billot sugestionó a los jueces con su declaración, y éstos juzgaron como si tuvieran que tirarse al fuego, sin razonar. La opinión preconcebida que alegaron desde sus sitiales fue, evidentemente, la siguiente:

«Dreyfus fue condenado por delito de traición por un consejo de guerra, por lo tanto es culpable; y nosotros, un consejo de guerra, no podemos declararlo inocente; sabemos, pues, que reconocer la culpabilidad de Esterhazy sería proclamar la inocencia de Dreyfus». Nadie podía quitarles esa idea de la cabeza. Pronunciaron una sentencia inicua, que pesará para siempre sobre nuestros consejos de guerra y que, desde ahora, volverá sospechosa cualquier decisión que se tome. Si el primer consejo de guerra pudo pecar por falta de inteligencia, el segundo es, por fuerza, criminal. Su excusa, lo repito, reside en que el jefe supremo había declarado que lo juzgado era inatacable, sacrosanto y superior a los hombres, de modo que unos subordinados no pudieran decir lo contrario. Nos hablan del honor del ejército, quieren que lo amemos, que lo respetemos. ¡Ah, el ejército que se alzaría a la primera amenaza, que defendería el suelo francés, ese ejército es todo el pueblo y por ese ejército, sí, no sentimos más que afecto y respeto! Pero no es ése el ejército cuya dignidad deseamos en nuestro afán de justicia. Se trata del sable, el amo que quizá nos den mañana. Y besar con unción la empuñadura del sable, Dios, ¡eso no! Por otra parte, lo he demostrado: el caso Dreyfus era el caso de los servicios del Ministerio de la Guerra; un oficial del Estado Mayor, denunciado por sus compañeros de Estado Mayor, condenado bajo la presión de los jefes del Estado Mayor. Una vez más, no pueden declararlo inocente sin culpar a todo el Estado Mayor. Por eso, los servicios del Ministerio, mediante todos los recursos imaginables, campañas de prensa, comunicados, influencias, apoyaron a Esterhazy para perder por segunda vez a Dreyfus. ¡Qué limpieza debiera hacer el Gobierno republicano en esa jesuitera, como la llama el mismo general Billot! ¿Dónde está el gabinete auténticamente fuerte y de prudente patriotismo que se atreva a refundirlo y a renovarlo todo? ¡Conozco a tanta gente que, ante la posibilidad de una guerra, tiembla acongojada al saber en qué manos se halla la defensa nacional! ¡Y en qué nido de ruines intrigas, de comadreos y dilapidaciones se ha convertido ese asilo sagrado donde se decide la suerte de la patria! ¡Da pánico enfrentarse a la terrible luz que acaba de provocar el caso Dreyfus, ese sacrificio humano de un infeliz, de un «cochino judío»! ¡Ah!, cuánta agitación de necios y dementes, cuántas imaginaciones desbordadas, prácticas de policía barata, de inquisición y tiranía, el capricho de unos cuantos con galones que aplastan con sus botas a la nación, haciéndole tragar su grito de verdad y de justicia bajo el falaz y sacrílego pretexto de la razón de Estado. También es un crimen haberse apoyado en la prensa inmunda, haberse dejado defender por toda la chusma de París, que triunfa, insolente, al venirse abajo el derecho y la simple honestidad. Es un crimen haber acusado de perturbar a Francia a quienes la desean generosa, a la cabeza de las naciones libres y justas, cuando precisamente en su interior se urde el impúdico complot para imponer el error ante el mundo entero. Es un crimen desorientar a la opinión pública, utilizar para una campaña mortal a esa opinión pública que han pervertido hasta lograr que delirara. Es un crimen envenenar a los pequeños y a los humildes, enardecer las pasiones reaccionarias a intolerantes que se ocultan tras ese odioso antisemitismo que provocará la muerte de la gran Francia liberal de los derechos del hombre, si antes no la curan. Es un crimen explotar el patriotismo para fomentar el odio y, en fin, es un crimen hacer del sable el Dios moderno cuando toda la ciencia humana trabaja para la obra venidera de verdad y justicia. Esa verdad, esa justicia que con tanta pasión deseamos, ¡qué desaliento ver cómo las abofetean hasta desfigurarlas y alienarlas! Sospecho qué desmoronamiento estará produciéndose en el alma de Monsieur Scheurer-Kestner, y estoy seguro de que acabará por arrepentirse de no haber adoptado una actitud revolucionaria el día de la interpelación ante el Senado y de no haber soltado cuanto llevaba dentro para acabar de una vez con todo. Ha sido un hombre grande y honrado, leal, ha creído que la verdad se bastaba a sí misma, sobre todo porque le parecía clara como el día. ¿De qué servía trastornarlo todo si pronto luciría el sol? Ahora sufre el castigo cruel de esa confiada serenidad. Lo mismo ocurre con el teniente coronel Picquart, quien, movido por un sentimiento de elevada dignidad, no quiso publicar las cartas del general Gonse. Esos escrúpulos le honran tanto más cuanto que, mientras él seguía respetando la disciplina, sus superiores le cubrían de lodo e instruían el proceso personalmente, de la manera más inesperada y más ultrajante. Dos víctimas, dos seres honestos, dos corazones simples, se encomendaron a Dios mientras actuaba el diablo. En el caso del teniente coronel Picquart, llegamos a presenciar además un espectáculo innoble: un tribunal francés, tras dejar que el ponente declarara públicamente en contra de un testigo y le acusara de todos los cargos posibles, mandó despejar la sala cuando el testigo fue introducido para que se explicase y se defendiese. Afirmo que éste es un crimen más y que ese crimen sublevará la conciencia universal. Decididamente, los tribunales militares poseen una idea muy singular de la justicia. Ésta es, pues, la verdad pura y simple, señor presidente. Es espantosa y quedará siempre como una mancha de su presidencia. Sospecho que carece usted de poder alguno en este caso, que es usted esclavo de la Constitución y de aquellos que le rodean. No por eso deja usted de tener, en tanto que hombre, un deber que no podrá olvidar y que tendrá que cumplir. Eso no significa que yo, por mi parte, desconfíe del triunfo. Lo repito con una certeza aún más vehemente: la verdad está en marcha y nada la detendrá. El caso no ha comenzado hasta hoy, pues sólo hoy las posiciones están claras: de un lado, los culpables que no quieren que se haga la luz; del otro, los justicieros que darán su vida por que se haga. Lo dije en otro lugar y lo repito aquí: cuando se oculta la verdad bajo tierra, ésta se concentra, adquiere tal fuerza explosiva que, el día en que estalla, salta todo con ella. Ya veremos si no acaba de fraguarse más adelante el más estrepitoso desastre.

Pero la carta se alarga, señor presidente, y ya va siendo hora de concluir.

Yo acuso al teniente coronel Du Paty du Clam de haber sido el diabólico artífice del error judicial, quiero creer que por inconsciencia, y de haber defendido posteriormente su nefasta obra, a lo largo de tres años, mediante las más descabelladas y delictivas maquinaciones.

Acuso al general Mercier de haberse hecho cómplice, cuando menos por debilidad de carácter, de una de las mayores iniquidades del siglo.

Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas evidentes de la inocencia de Dreyfus y de haber echado tierra sobre el asunto, de ser culpable de ese delito de lesa humanidad y de lesa justicia con fines políticos y para salvar al Estado Mayor, que se vela comprometido en el caso.

Acuso al general De Boisdeffre y al general Gonse de ser cómplices del mismo delito, el uno sin duda por apasionamiento clerical, el otro quizá por ese corporativismo que convierte al Ministerio de la Guerra en un lugar sacrosanto, inatacable.

Acuso al general De Pellieux y al comandante Ravary de haber realizado una investigación perversa, esto es, una investigación monstruosamente parcial que nos depara, con el informe del segundo, un imperecedero monumento de cándida audacia.

Acuso a los tres expertos en escrituras, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, de haber redactado informes mendaces y fraudulentos, a menos que una revisión médica declare que estos señores padecen una enfermedad de la vista o mental.

Acuso a los servicios del Ministerio de la Guerra de haber promovido en la prensa, particularmente en L'Éclair y en L'Écho de Paris, una abominable campaña a fin de desorientar a la opinión pública y encubrir sus propios errores.

Acuso, por último, al primer consejo de guerra de haber violado el derecho al condenar a un acusado basándose en una prueba que permaneció secreta, y acuso al segundo consejo de guerra de haber ocultado esa ilegalidad, por decreto, cometiendo a su vez el delito jurídico de absolver conscientemente a un culpable.

Al lanzar estas acusaciones, no ignoro que me expongo a que se me apliquen los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que castiga los delitos de difamación. Pero me arriesgo voluntariamente.

En cuanto a las personas a las que acuso, no las conozco, nunca las he visto, no siento hacia ellas ni rencor ni odio. Para mí sólo son entes, espíritus de perversión social. Y el acto que ahora ejecuto no es más que un medio revolucionario para acelerar la explosión de la verdad y de la justicia. Solo anhelo una cosa, y es que se haga la luz en nombre de la humanidad que tanto ha sufrido y que tiene derecho a la felicidad. Mi ardiente protesta no es sino un grito que me surge del alma. ¡Que se atrevan, pues, a llevarme ante los tribunales y que la investigación tenga lugar a plena luz del día!

Entretanto, espero.

Acepte, señor presidente, mi más profundo respeto.





Película haberla hayla, aunque se hiciera para televisión y no parece que tuviera mucha difusión: se titula Prisioneros del honor y está dirigida por Ken Russell y protagonizada curiosamente por Richard Dreyfuss (que asegura ser pariente del Dreyfus que nos ocupa).

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